EL DISCURSO DE DON QUIJOTE
Después que don Quijote hubo bien satisfecho su estómago, tomó un puño de
bellotas en la mano y, mirándolas atentamente, soltó la voz a semejantes
razones:
—Dichosa edad y
siglos dichosos aquellos a quien los antiguos pusieron nombre de dorados, y no
porque en ellos el oro, que en esta nuestra edad de hierro tanto se estima, se
alcanzase en aquella venturosa sin fatiga alguna, sino porque entonces los que
en ella vivían ignoraban estas dos palabras de tuyo y mío. Eran
en aquella santa edad todas las cosas comunes: a nadie le era necesario para
alcanzar su ordinario sustento tomar otro trabajo que alzar la mano y
alcanzarle de las robustas encinas, que liberalmente les estaban convidando con
su dulce y sazonado fruto. Las claras fuentes y corrientes ríos, en magnífica
abundancia, sabrosas y transparentes aguas les ofrecían. En las quiebras de las
peñas y en lo hueco de los árboles formaban su república las solícitas y
discretas abejas, ofreciendo a cualquiera mano, sin interés alguno, la fértil
cosecha de su dulcísimo trabajo. Los valientes alcornoques despedían de sí, sin
otro artificio que el de su cortesía, sus anchas y livianas cortezas, con que
se comenzaron a cubrir las casas, sobre rústicas estacas sustentadas, no más
que para defensa de las inclemencias del cielo. Todo era paz entonces, todo
amistad, todo concordia: aún no se había atrevido la pesada reja del corvo
arado a abrir ni visitar las entrañas piadosas de nuestra primera madre; que
ella sin ser forzada ofrecía, por todas las partes de su fértil y espacioso
seno, lo que pudiese hartar, sustentar y deleitar a los hijos que entonces la
poseían. Entonces sí que andaban las simples y hermosas zagalejas de valle en
valle y de otero en otero, en trenza y en cabello, sin más vestidos de aquellos
que eran menester para cubrir honestamente lo que la honestidad quiere y ha
querido siempre que se cubra, y no eran sus adornos de los que ahora se usan, a
quien la púrpura de Tiro y la por tantos modos martirizada seda encarecen, sino
de algunas hojas verdes de lampazos y yedra entretejidas, con lo que quizá iban
tan pomposas y compuestas como van agora nuestras cortesanas con las raras y
peregrinas invenciones que la curiosidad ociosa les ha mostrado. Entonces se
decoraban los concetos amorosos del alma simple y sencillamente, del mesmo modo
y manera que ella los concebía, sin buscar artificioso rodeo de palabras para
encarecerlos. No había la fraude, el engaño ni la malicia mezcládose con la
verdad y llaneza. La justicia se estaba en sus proprios términos, sin que la osasen
turbar ni ofender los del favor y los del interese, que tanto ahora la
menoscaban, turban y persiguen. La ley del encaje aún no se había sentado en el
entendimiento del juez, porque entonces no había qué juzgar ni quién fuese
juzgado. Las doncellas y la honestidad andaban, como tengo dicho, por
dondequiera, sola y señera, sin temor que la ajena desenvoltura y lascivo
intento le menoscabasen, y su perdición nacía de su gusto y propria voluntad. Y
agora, en estos nuestros detestables siglos, no está segura ninguna, aunque la
oculte y cierre otro nuevo laberinto como el de Creta; porque allí, por los
resquicios o por el aire, con el celo de la maldita solicitud, se les entra la
amorosa pestilencia y les hace dar con todo su recogimiento al traste. Para cuya
seguridad, andando más los tiempos y creciendo más la malicia, se instituyó la
orden de los caballeros andantes, para defender las doncellas, amparar las
viudas y socorrer a los huérfanos y a los menesterosos. Desta orden soy yo,
hermanos cabreros, a quien agradezco el gasaje,
y buen acogimiento que hacéis a mí y a mi escudero. Que aunque por ley
natural están todos los que viven obligados a favorecer a los caballeros
andantes, todavía, por saber que sin saber vosotros esta obligación me
acogistes y regalastes, es razón que, con la voluntad a mí posible, os
agradezca la vuestra.